sábado, 4 de abril de 2020

El sombrero seco

Era ya de noche cuando terminó su turno. Raimunda se le había ido en un suspiro. Sin despedirse, sin dramas. Se apagó, así de repente. Y ese día, Amador, Elvira, Carmen. La última fue Raimunda. Abrazos silenciosos al despedirse de los que se quedaban en la batalla. Sin ni siquiera deshacerse del plástico verde que cubría su cuerpo que por supuesto no la protegía de la amenaza pero era lo único que había podido conseguir. Las limpiadoras del hospital se habían hecho pantallas con el plástico de los cuadernos y apuntes de algunos estudiantes que se los cedieron. Otros mascarillas de las monjitas del convento vecino. Aquello no protegía contra la bestia pero reconfortaba mientras alguien buscaba una solución eficaz. 
Salió a la calle con paso lento, reviviendo el día  en su mente. Los cascos inalámbricos en las orejas, apagados. Todo el sonido venia de su mente. Hacía frio y llovía .Caminaba con paso firme ahora en dirección a su casa. Ramón también se fue hoy. Carlos, el más joven, sonrió al final. Dios, Margarita. Recordó de pasada que no había comido nada. Sólo un sorbo de café frio que le ofreció alguien que se encontraba cerca. Un enfermero, un bedel, Socorro, la desinfectadora más sonriente. Todos animaban con gritos, con arengas. No había tiempo de llorar, de lamentarse, ni de comer. A pesar de su ensimismamiento, vio la pequeña tienda de alimentos de Isabel. Había luz. Estaba abierta. La mascarilla azul que ocultaba parte del rostro de la tendera no disfrazó la expresión de asombro al saludarla y darse cuenta de que su cara estaba marcada por el uso de las máscaras a lo largo del día. Doce horas con la presión de los elásticos habían medio desfigurado su piel debajo los ojos y alrededor de su boca, que sin embargo, sonreía.
-¿Qué haces abierta, Isabel?
- No vienen muchos pero los que pasan por aquí necesitan algo. Como tú. ¿Cómo ha ido el día?
Su respuesta, un suspiro ahogado.
-Que grandes sois. Que grandes.- Isabel la miró. Una mirada larga, cálida, sincera. De agradecimiento, de admiración y de “por favor, seguid en la lucha. No os rindáis.” No había palabras.  No podía abrazarla.  Y ella le respondió igual e Isabel entendió. “No podría seguir sin saber que tú me estarás esperando para que pueda comer. Por favor, no cierres. Protegete pero no cierres. Te necesito.”
Después de comprar un par de cosas siguió su camino. Y su pensar. Alfonso, también. En esos recuerdos se le iban las energías. Llovía intensamente y cuando, de manera consciente quiso mirar la calle, sólo alcanzó a ver vidriosos reflejos . Se frotó los ojos para apartar el agua de la lluvia y se dio cuenta de que estaba llorando. Estaba exhausta, débil y triste. Necesitaba sentarse, tomar aire. Darse un tiempo. Recordó las técnicas de meditación con una amiga suya. Ay, si pudiera controlar todas estas emociones. Vio un banco vacío. No había nadie por la calle. Sólo la noche, la lluvia y un banco mojado. Cerró los ojos y agachó su cabeza. Respiró. Y lloró. Cuando se incorporó, notó que alguien se había sentado a su lado. Un señor de unos ochenta años. Bigote blanco y sombrero. Ya no se veían hombres con sombrero. Le recordaba a su abuelo.
-Buenas noches.
-Buenas sí. -dijo ella.
-Vienes del hospital,¿verdad?.- ella respondió con una media sonrisa y un vuelo de los ojos, como diciendo, muy agudo, abuelo.- ¿Cómo se ha dado hoy? Tiempos duros, horas difíciles.
-¿Qué hace fuera de casa? Debería estar confinado y más con su edad.
-Ya me voy.  Sólo venía a decirle a usted que les admiro. Y que estamos con ustedes.
-Muchas gracias. Pero vayase a casa. Así nos ayuda más. De verdad.
El hombre se quedó fijamente mirandola durante unos segundos. Ella sentía que le veía el alma. Cansada casi derrotada alma.
-Me imagino que estás pensando en todos aquellos que se han ido hoy. En si podías haber hecho más. En lo rápido que sucede todo. En “y si….” ¿Verdad?
Estaba desconcertada. Pero no respondió.
- Sólo te voy a decir algo.- continuó el hombre que le cogío la mano. Sorprendentemente cálida, familiar bajo el frio, la lluvia y la noche- No puedes salvar a todos. Algunos se tienen que ir. Otros se van a ir. No has dedicado ni un pensamiento a Iñigo, Belén, Marta. Hoy has salvado a todos ellos. Tu esfuerzo les ha dado una segunda oportunidad. Raimunda ha partido hoy, sí. Pero está bien. Ella está bien. Mañana ayudarás a muchos más y saldrán adelante. Mirarán a la vida con otros ojos. Valoraran lo que tienen por delante y será gracias a ti. No te castigues con esos pensamientos. Te necesitamos en el frente a plena energía, Alicia.  Ahi te necesitamos. 
Se levantó el hombre, todavía sujetandole las manos. Se las llevó a la boca y las besó.
-Esto es de parte de Raimunda. Para que lo lleves contigo y no desfallezcas.- Cerró los ojos. Notó el beso en la mano una y otra vez. Al abrirlos, en frente de pie estaba un policía y su perro lamiendo su mano.
- Perdón. Se ha quedado dormida en el banco y está lloviendo mucho. Ánimo. 
-¿Ha visto a un señor que estaba sentado aquí hace un momento?
- No. No hay nadie.
- Bueno, gracias. Gran trabajo el suyo también. 
- Tiempos duros, horas difíciles.- Alicia le miró sorprendida.- Eso dice mi abuelo que está en el hospital. Tenga usted buena noche.
Alicia continuó y por alguna razón empezó a recordar todas las altas que había dado ese día. Borja, Eladio y esa señora de ochenta y dos años. Y Alonso y César. Se volvió un segundo y observó al policía alejarse. Se fijo también en el banco del que se había levantado hacía un segundo. Había un sombrero. Un sombrero bajo la lluvia. Un sombrero completamente seco. Un sombrero que hizo que su alma se encendiera de esperanza y de alegría.

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